04 septiembre 2008

El pelotero llegó después



Llegué tarde, justo para la carcajada. Nadie tiene ganas de repetir un buen chiste. Temen que con la repetición se diluya la gracia.
Ese día agonizó desde el parto. Mi cuerpo amaneció tan pequeño que tuve que calzarme una media sin remendar como abrigo. Afuera, luciérnagas kamikazes se estrellaban en la nuca de los transeúntes. Las veredas tiritaban por los vuelos rasantes de las suelas.
Un par de billetes arrugados junto al coñac. Del otro lado unas cuerdas vocales deshilachadas dijeron – Piedra, papel o tijera.- Sin titubear mi mano se volvió puño. Al tiempo que mi adversario la anuló sosteniendo la palma abierta perpendicular a la mesa despintada.
El bar estaba repleto de fantasmas. Los pocos vivos, apilados junto al busto ceniciento de un corcel, silenciaban respetando a la mayoría.
- Como te contaba.- interrumpí.- el pelotero llegó después. – Al contrario poco le importó. Inmutable extendió el índice y el mayor imitando el corte de un papel. Con la otra mano arreó los billetes al bolsillo. Rostro de madero hueco, sólo entendía de puños, palmas y tijeras. Yo no buscaba más que eso. Continué:
- Una inmensa piscina de pelotas multicolores no apta para mayores de 12 años. Rencoroso fue el puntapié de la infancia, cuando la voz se me empantanó en la brea y los escotes sintonizaron en la misma frecuencia de Mazinger Z.
- Quiero brindar por Peter Pan.- Alzó su copa un Lazaro rinconero resucitando de una muerte espumosa. Pero pocos le siguieron. Lejos de volver a los renglones del Dante, el resucitado tomó impulso desde su silla y se abalanzó sobre las mesas circundantes, haciendo que una multitud saltara de sus ubicaciones. Crujieron maderas, copas sangraron, aullaron maldiciones y en medio del estrépito el cuerpo malherido del resucitado extendiendo su brazo, tensionando hasta la punta del dedo mayor. Un samaritano le acercó su oído. En principio creyó entender mal. El señor del brindis salvaje volvió a repetir la misma palabra, esta vez audible para todos, haciendo presión con su mano sobre el hombro de su interlocutor. – Mancha, estas tocado. El bravo impulsor se levantó de un salto, los parroquianos comenzaron a correr buscando un lugar estratégico donde guarecerse. El personal del bar se apuró en arrastrar el mobiliario tras la barra, juntar a los cuerpos maltrechos, ajusticiar a las víctimas irreversibles. El bar era un tirabuzón hediendo a sudor y añeja barbarie juvenil. Los manchadores se multiplicaban de embestida en embestida. Zancadillas escalera abajo, trepados a las farolas, salpicados del barniz sombrío de los pasillos.
El jugador de las manos implacables les observaba impertérrito, fumando un puro infinito, haciendo girar una bolita de pétalos naranjas en el ovalo del cenicero.